Desde mi ventana puedo contemplar una hilera de siete árboles. Siempre me fijo en ellos, me anuncian los cambios de estación. Hoy, me he dado cuenta de que cada uno va a su ritmo. El árbol más grande y frondoso aún conserva casi todas sus hojas otoñadas; el más pequeño se resiste al cambio porque conserva el verdor en la parte más baja de su copa, mientras por lo alto asoman las nudosas ramas.
Mi árbol preferido, y su compañero, situado justo en frente de mi ventana apenas le quedan unas pocas hojas, sujetas por una tímida levedad. Me mira, cuántas veces nos hemos mirado, y al saludarme con su rama más próxima, deja caer un penúltimo par de hojas amarillas que caen al suelo lentamente, con suavidad, desnudándose para despedirse hasta la próxima primavera.
Mi árbol preferido, y su compañero, saben que les voy a arropar con mi mirada, desde mi ventana.
Como una hoja de noviembre caprichosa
cuando al caer va revoltosa sepultando
la rúbrica fugaz del último amarillo
hasta perderse entre los restos del otoño:
desprenderse en silencio una mañana,
ir dando tumbos y posar
el cuerpo en algún otro
cuerpo,
entre los brazos firmes del abrazo anónimo,
y juntos ver pasar los pasos de la vida.
Daniel Fernández Rodríguez (Las cosas en su sitio)