Hace
mucho tiempo, me contaron que en la Villa vivía una bellísima dama que cada
anochecer, cuando la brillante luna asomaba curiosa sobre el cielo crepuscular
y decidía jugar al escondite sombreando las fachadas entre las esquivas esquinas,
ella encendía la vela de su pequeño
farol forjado a golpe y fuego y, encaramada, con sutil elegancia en lo alto de
su balcón, lo balanceaba suave y quedamente, esperando, con honda emoción
y deseo contenido, el vaivén de la
candela que desde el esquinado balcón, dos calles más allá, prendía el corazón
enamorado de aquel muchacho que habitaba en la casa que llamaban del “Caballero
del Verde Gabán”.
Una
oscura y fatídica noche de frío invernal, el código luminario de los dos
enamorados titilaba tristeza, a pesar de los ondulados abrazos, besos,
retahílas de suspiros y “te amos” marcados por la lenta cadencia con la que
mecían la lamparilla, tan cercanos como distantes estaban los balcones desde
donde entablaban su enigmática y peculiar plática. Esa misma noche, el diálogo
secreto refulgía una inminente y aciaga despedida, eso sí, con la imperiosa
promesa de un ansiado regreso y ante todo, el ineludible juramento de amor
eterno que debiera acabar, felizmente, en el deseado e ilusionante compromiso
matrimonial.
Se
ignora el motivo de la extraña ausencia del muchacho, al menos, a mí nunca me
lo han contado. Pero sí puedo referir el triste final de aquella hermosa joven
que se asomaba al balcón cada anochecer, esperando vislumbrar el balanceo de la luz del farol del ausente
amado, y lo puedo contar porque cuando camino por las calles empedradas de Villanueva
de los Infantes, con el paso calmo y pausado, al compás del inexorable transcurso
del tiempo sosegado, observo y escucho el rumor silencioso de las vetustas
piedras, de las fachadas blasonadas, de las antiguas casas señoriales, de los anchurosos
patios y de los singulares rincones
históricos que contienen una y mil historias pasadas, leyendas que, a
veces, sobrevuelan levantando el tupido y misterioso velo de la memoria.
Al
terminar la jornada, como cada anochecer hacía ya muchos días, la dama de la
Casa de la Pirra, que pasaba la tarde en un rincón del patio cosiendo y soñando
fugaces retornos, envolvía con primoroso cuidado la labor bordada con hilos de
suspiros y lamentos, porque el eco de la ausencia del muchacho era un rumor que
estremecía lo más recóndito de su corazón. Y volvía a encender la vela, tenue luz, discreta y prudente que acogía
la íntima y agónica confidencia de la muchacha que volvía a
mirar, enamorada, a través de los cristales de la ventana del balcón.
Pasó
la lluviosa primavera tiñendo los campos manchegos de tonalidades ocres y rojizas.
Llegó el verano pintando con un intenso
color verde las pámpanas de los viñedos, y las hojas de los olivos. El
otoñó desnudó la tierra para que el invierno la cubriera con un manto gélido y
helador. Y así transcurría el tiempo.
Acaeció en
una noche de frío invierno, cuando la luna flotaba rota entre las tinieblas, y
la afligida lamparilla derramaba una descolorida claridad sobre el umbral de la
habitación donde yacía el hermoso cuerpo sin vida de la mujer que jamás apagó
la llama del amor.
Pasaron los años, los siglos y dicen que el ánima
de la dama sigue prendiendo la luz cada noche en el balcón esquinado de la Casa
de la Pirra, y yo lo creo, porque encaramado en lo alto de un sencillo dintel,
cuelga todavía un pequeño farol forjado a golpe y fuego.
©Maite Lorenzo Molina
Balcón esquinado de la Casa de la Pirra
Fachada de la Casa del Caballero del Verde Gabán
Este escrito está basado en un cometario que escuché durante una visita cultural a uno de los patios más emblemáticos de mi pueblo: La casa de la Pirra.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Con este relato participo en la revista que organiza La Orden Literaria Francisco de Quevedo.